Frases célebres

lunes, 25 de octubre de 2010

Un paseo por las Ramblas

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Había amanecido un día muy oscuro, de esos en los que las nubes grises descienden del cielo para confundirse con calles y edificios, y allí estaba yo, caminando por mi avenida preferida, luchando contra la multitud que competía por alcanzar un soplo de aire.

Me crucé con una chica rubia oxigenada, de aspecto escuálido que intentaba contrarrestar su falta de atractivo femenino con una vestimenta llamativa y exageradamente provocativa. Seguí avanzando y me pegó con su muleta un anciano señor que intentaba llegar al banco más cercano arrastrando los gruesos tobillos asfixiados por la enfermedad circulatoria que propiciaba sus torpes andares. En el otro extremo de la avenida pareció fijarse en mí un chico alto y elegante, que caminaba con una seguridad aplastante, pero que comunicaba con su mirada los miedos comunes a la humanidad, a pesar de los trajes de marca y los maletines de piel de la buena. Me entretuve un rato en un puesto de flores, y cuando proseguí, pude observar a una chica muy joven, de rostro bellísimo y larga cabellera negra, que miraba su teléfono móvil mientras sus mejillas eran recorridas por esas lágrimas que saben a ausencia, a lejanía del ser amado…

En esa época salía a menudo a pasear por la Rambla, por el simple hecho de caminar y observar el mundo que existía más allá de mis cuatro paredes, físicas y mentales. Solía hacerlo sobre todo esos días en los que el sol se quedaba durmiendo y la falta de luz apagaba todas mis energías, dejando resurgir fantasmas del pasado y lejanos complejos de la infancia.

Siempre me gustó observar a las personas. Esa mañana vi chicos jóvenes que intentaban absorber el mundo con la explosión de energía adolescente; ancianos que no habían podido guardar sus nostalgias y soledades en los cajones de las mesillas de noche; adultos bajos, altos, de pelos cortos, largos, rubios o pelirrojos. Rostros hermosos y pieles comidas por el acné; cuerpos esbeltos y gorduras descuidadas; ojos que sonreían y labios que lloraban sin lágrimas; andares resueltos y torpes desplazamientos; cuerpos cubiertos con elegantes vestimentas y ropas humildes que reflejaban frágiles economías. Vi parejas abrazadas, extranjeros que mostraban su arte en puestecillos improvisados, mimos que sonreían a quien le agradecía su simpatía con una moneda, enamorados que se robaban besos en cualquier esquina. Me crucé con el señor de la mirada perdida cual sus propios tirantes, con la chica en la silla de ruedas, con la madre con sus lindos gemelos…

Esa mañana había despertado ahogada por los miedos inconfesables que los adultos deben dejar entre las mantas. Me sentía la mujer más desdichada de la tierra, odiaba el saludo que me ofrecía el espejo, rechazaba mi cuerpo y me atosigaba con reproches sin compasión. Pero salí a la calle y allí me encontré con el anciano de las piernas enfermas; con la chica rubia que todos miraban con ojos burlones; con la mirada del apuesto joven que, contra su voluntad y expectativas, me había transmitido sus debilidades ocultas... Todos ellos despertaron mi respeto y ternura por la humanidad y deseé poder evocar yo también ese sentimiento a algún paseante anónimo. Una vez más, me había dado cuenta de que en el Universo existen millones de personas diferentes, no por más hermosos o menos, mejores ni peores, todas merecedoras del mismo sol que brilla, de la misma lluvia que refresca la tierra y de la misma energía que despierta los corazones. De una u otra forma comprendí, que una vez más, ninguno de mis estúpidos complejos podían ya tener sentido.




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