lunes, 25 de octubre de 2010
Miradas
Estaba parado, sentado, en el lugar de siempre, a la hora habitual. Leía los documentos que trataba de memorizar, haciendo una sola parada para mirar hacia mi ombligo, pensando en mis circunstancias y regodeándome en mis desdichas. En ese momento una persona pasó por delante mía. Podía ser una persona cualquiera, puesto que él y yo nunca habíamos intimado, no había entre nosotros nada que pudiera hacerle especial o diferente para mí, pero la verdad es que no era una persona cualquiera. Podía ser simplemente uno más de los muchos que pasan por mi campo de visión a lo largo del día, pero su presencia no me causó la molestia que normalmente me causaba quien rompía mi concentración, a veces en la nada.
Me fijé en su mirada, cosa que no solía hacer... "Procura no fijarte en las miradas, hijo, a veces dicen cosas que cambian el transcurso de nuestra vida para siempre. Tú ve a lo práctico, y no te desconcentres de tu objetivo", me habían repetido tantas veces esta frase en mi infancia que realmente había calado hondo. Y vi en la mirada de esa persona una tristeza hiriente, una desolación infinita, un profundo desgaste... En ese momento quise levantarme y preguntarle qué provocaba esa expresión de su rostro, quise saber más de él y de la historia que llevaba vivida, pero no supe hacerlo. Se me daba muy bien aprobar exámenes, ascender puestos, pero creo que lo mío no eran las personas.
A partir de ese día, cada vez que pasaba cerca mía, le miraba la mirada. Ya no me daba miedo, al menos no con él. Nuestra relación se reducía directamente a eso, a un auténtico juego de miradas. Un día el miedo me sacudió por completo, porque al pasar por delante, su mirada me pidió un consejo. Tal vez, y a pesar de nuestras parejas y nuestras vidas aparentemente tan llenas y ocupadas, él estaba tan solo en el mundo como yo. Quizá no era tan importante como yo lo veía, no estaba tan por encima, y yo había dejado siempre que todas esas diferencias inútiles separaran nuestros caminos. Me conmocionó pensar en su sufrimiento, quería acercarme, quería ofrecerle mi ayuda, pero ¡era tan difícil!
Fue aquel miércoles gris... Todo empezó con una sonrisa, muy leve, temerosa, porque la verdad es que tampoco sonreír se me daba del todo bien. Por primera vez le hablé con palabras reales, le dije que mi mundo estaba reventado, roto en pedazos, que había crecido sobre cimientos cargados de errores. No sé por qué lo hice, porque no me gustaba hablar de mí, pero intuí que el empezar yo le impulsaría a continuar. Efectivamente mi confesión le hizo desahogarse, soltar toda la desgracia que llevaba congelada en una lágrima que nunca salía. Conversamos, no nos dimos consejos porque ninguno de los dos nos sentíamos capaces de ello, tal vez ennoblecíamos demasiado el significado de esa palabra… Pasaron los días y nos acostumbramos a hablar, no siempre tratábamos temas profundos, había heridas tan frescas que temíamos rozar, pero el simple hecho de compartir opiniones, visiones distintas de una misma realidad, representaba para nosotros el consuelo que necesitábamos en ese momento, el alivio que aligeraba la carga que nos aplastaba.
Yo estaba parado, sentado, en el lugar de siempre, a la hora habitual. Tenía un mal día, pero pasó él con su mirada cargada de ilusión y alegría, y mi jornada se iluminó. Me quedé pensando cómo en tan poco tiempo había pasado de ignorar la presencia de alguien a llenar mi vida con ella. Quizá eso era algo de lo que hablaban tanto los muchos libros que había leído, quizá eso era la amistad.
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