Frases célebres

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sábado, 5 de septiembre de 2015

Mirar para el otro lado o simplemente no mirar

Mirar para otro lado es fácil. También lo es simplemente no mirar. Basta con girar un poquito el cuello o cerrar los párpados momentáneamente. Otra forma de hacerlo, más metafórica, es la que ponemos muchos en práctica en el momento de filtrar la información que recibimos: no más telediarios, no más periódicos, no más bombardeo continuo de imágenes de quienes tienen la patética fortuna de estar en el otro lado. Miramos para otro lado (para nuestro ombligo y nuestro puñetero mundo de bienestar o mediobienestar).

Sin embargo, un día te levantas y se hace casi inevitable no ver una foto que está circulando por todos lados y que se ha convertido en un núcleo fundamental de las conversaciones y tertulias. Una foto sabiamente elegida para mover a la opinión pública. Una foto que corta la respiración, que encoge las tripas, que hace que un dolor inmenso y una ira profunda se subleven contra ese estado de pasividad aprendida en el que muchos nos hemos instalado.

Entonces uno procesa sus emociones (íntimas y privadas) a su manera; hay quien las hace públicas y las airea, hay quien las medita, hay quien las interioriza, y hay quien simplemente vuelve a mirar para otro lado.

También hay quienes ni siquiera sienten nada ante la crudeza de ese niño sirio muerto en una playa. No sienten nada porque los humanes somos expertos en sostener creencias e ideas (de muchos y variados tipos) y luego hacer lo que sea (hasta matar) por demostrarnos que son válidas y tenemos razón. Así, muchos creen que los refugiados apestan y molestan en nuestras ciudades y se convencen de que la tragedia de este sueño astillado en una costa no es más que la culpa de unos padres que deberían haberse quedado en su tierra.

Culpabilizar, minusvalorar, reducir a quienes consideramos que nos molestan es una estrategia infalible; si nos convencemos de que las cucarachas son unos bichos asquerosos y repugnantes, no dudaremos en aplastarlas en cuanto se crucen en nuestro camino y no sentiremos más que una satisfacción profunda por haberlas hecho desaparecer. Esta es una estrategia ampliamente usada a lo largo de la historia para pisotear (léase también aniquilar) a quienes no nos gustaban con total impunidad (Goebbels, el jefe de la propaganda nazi, bien lo sabía). Reconduciendo el tema; si consideramos que los padres de esta inocente criatura que se les escapó literalmente de sus manos son unos insensatos y miserables, nuestra conciencia quedará tranquila y podremos mirar para otro lado con la más serena de las calmas.

No obstante lo anterior, la reacción más común entre la gente de bien es dolernos, lamentarnos, sentirnos afortunados de haber nacido en otro lado, llorar amargamente empatizando al máximo con la crueldad de un drama que nadie debería experimentar jamás… Pero nuestra vida continúa; lejos de las bombas; lejos del terror. Y pronto se nos olvidará esta imagen que nunca debería haberse producido, como se nos olvidan las de tantos y tantos niños de piel menos blanca que mueren en África por enfermedades que se podrían erradicar con soluciones tan simples como la distribución de mosquiteros. Tan fácil y tan barato para los gobiernos, ¿verdad? ¿Sabíais que todos los días mueren de malaria más de 3000 niños, lo que equivale a que se estrellaran diariamente siete grandes aviones comerciales cargados de centenares de niños*? Lástima que esas vidas humanas valgan tan poco para los que manejan el mundo entero como si de un juego de mesa se tratase. Por cierto, esas imágenes apenas nos llegan porque no interesan mediáticamente; así de cruel y de patético es el mundo en el que vivimos. *Datos proporcionados por Cruz Roja Española.

“¿Y qué puedo hacer?”, nos preguntamos. “Yo no puedo cambiar nada”. “Que hagan algo quienes nos gobiernan”. “Todo es culpa de los políticos”. “Nada está en mis manos”. Culpa, culpa, echar balones fueras y convencimiento de nuestras propias creencias. Al final, independientemente de cuáles sean nuestras emociones ante la desgracia ajena y cómo las compartamos con el resto del mundo, todos (o casi todos) miramos para otro lado o simplemente no miramos.

lunes, 17 de octubre de 2011

Un poquito de tolerancia, ¡por favor!

He leído algo en mi muro de Facebook que me ha causado un enorme fastidio. Vamos, que estoy muy pero que muy cabreada, y un poco indignada (por usar una palabra trending topic). No hay demasiadas cosas que me provoquen estas sensaciones, pero sin duda siempre lo consiguen la falta de respeto, los insultos y la radicalidad (ya vayan juntos o cada uno por su lado).

Trato de venirme abajo pensando que cada cual se retrata como lo que es y que, quizá, en el pecado lleve la penitencia..., pero ni por esas consigo quitarme ese malestar originado, una vez más, por la intolerancia.

¿Por qué necesitas insultar para sostener tus ideas? ¿Tan claro tienes que por defender aquello en lo que crees, inmaterial y etéreo, merece la pena pisar a quien discrepa de ello? ¿Por qué temes tanto a la pluralidad y la variedad, no piensas que en ellas está la riqueza? Si hasta los mejores intelectuales dudan cada día de aquello que aprenden y se despiertan dispuestos a desaprender para volver a empezar, ¿tanta seguridad tienes de estar en la posición correcta? Verdaderamente no lo entiendo. Me da pena, y también rabia...

La tolerancia surge en mí de una forma natural (afortunada yo por la educación que me han dado). Me encantan los debates, me enriquecen y crezco con la diversidad, pero cuando advierto que alguien tiene que aplastar, desprestigiar, machacar, manipular, mentir, tergiversar... para hacer valer sus creencias, veo esfumarse la fuerza de los argumentos y, entonces, con la misma intensidad natural, dejo de respetar.

La cultura..., el conocimiento..., el saber... ¡favorecen la tolerancia!; el viajar abre la mente, la lectura aumenta la cultura y no hay saber sin conocimientos. Así que, antes de insultar o agredir para salir triunfante, reflexiona un poquitín, lee, haz un viaje..., pero a mí y a los que tratamos de vivir tranquilos sin ofender a nadie, ¡déjanos en paz, haz el favor!

Ahora que las palabras han efectuado su efecto terapéutico y se han desanudado parte de las emociones que me oprimían, ¡ya no estoy enfadada!, solo me queda la pena, tristeza de saber que mañana volverás a insultar, pesadumbre porque de nuevo intentarás mancharlo todo con tu ira, desasosiego que solo la mediocridad puede producirme...