Frases célebres

domingo, 24 de octubre de 2010

El misterio de los golpecitos nocturnos

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Cuando vivíamos en el núcleo residencial La Esperanza teníamos un vecino cuya presencia y estilo de vida siempre nos llamó profundamente la atención. A sus más de ochenta años, su rostro reflejaba un espíritu joven y su cuerpo era ágil y flexible... Se comentaba que había trabajado veinte años como cooperante en distintos países en vías de desarrollo y ahora presidía una ONG dedicada a recaudar fondos para ayudar a personas con enfermedades mentales y apoyar a sus cuidadores. Su aspecto era pulcrísimo, pero siempre vestía con la misma ropa, de estilo deportivo y serigrafiada con el logotipo de su organización. Todo era admirable en ese hombre, todo, excepto el misterio de los tres golpecitos nocturnos.

Todos los días, antes de dormir, se oían en la pared contigua a nuestro dormitorio, tres golpecitos fuertes y secos, siempre, a la misma hora, las 365 noches de los veinte años que llevábamos viviendo en ese piso.

Nunca nos atrevíamos a preguntarle, pues su comportamiento era intachable y jamás había dado el más mínimo motivo para la queja, pero un día que nos cruzamos con él por la escalera fue la curiosidad la que se encargó de preguntar el porqué de los tres golpecitos nocturnos. Don Julio, quien a pesar de su longevidad se hacía llamar Julito, sonrió iluminando esa brillante mirada que podía dar calor a un pueblo esquimal y nos invitó a pasar a su casa.

Nos sorprendió un piso sencillo, decorado con un bonito estilo bohemio, en el que podían observarse por todos los rincones objetos y recuerdos de muchas culturas diferentes, que supusimos procedían de los diversos viajes que este admirable señor habría realizado. Pero lo que realmente imantó nuestra atención fue la pared de la derecha del salón: allí y con unas enormes dimensiones había dibujado un corazón enorme, en cuya mitad se podían observar muchas tablitas pequeñas escritas y clavadas con puntillas.

«Cada noche, antes de dormir, hago examen de conciencia y pienso en aquellas cosas que he realizado para mejorar el mundo en el que me ha tocado vivir. No me refiero a grandes hazañas —matizó humildemente—, a mi edad ya me dedico solamente a los pequeños detalles. ¿He sonreído al conductor del autobús, a la camarera que me sirvió el café, a mi compañero de la asociación a pesar de un momento de trabajo difícil? ¿He dado algo a lo que estaba muy ligado, pero sabía que alguien tendría más necesidad de tenerlo? ¿He sido tolerante? Y así mi reflexión pasa por cada momento vivido en el día. Si considero que he hecho algo digno de llamarse solidario, lo escribo en una de estas tablitas y lo clavo en el gran corazón, de ahí los tres golpecitos nocturnos. Muchas noches concluyo que me he portado mal, he sido egoísta o no he sabido amar lo suficiente, es decir, demasiado, y entonces quito alguna de las tablitas clavadas que no respondan al verdadero estado de mi corazón en ese momento. También para ello es necesario dar los golpecitos».

Yo le interrumpí, pero... «Julio...», «Julito, hija, que me haces viejo» —reí. «Perdón, Julito, y ¿por qué hay medio corazón vacío?». «Buena pregunta. El vacío hace justicia a que la mitad de mi vida ha estado gobernada por un alma fría, que me mantenía aislado del mundo. Yo era un chico muy avispado y empecé a trabajar muy jovencito, llegué a ser un exitoso empresario y adquirí una enorme fortuna con apenas treinta años. Tenía todo lo que cualquier hombre podía desear, pero era profundamente infeliz. Un día afortunado, me desperté y no tenía fuerzas para mover ni una sola parte del cuerpo, tuvieron que llevarme al hospital en una camilla y allí me esperaba un terrible diagnóstico que sorprendió a mi familia y amigos: había enfermado de tristeza, el vacío de mi vida había paralizado muchos de mis órganos. En el largo periodo de convalecencia decidí que a partir de entonces, dedicaría todo mi tiempo a los demás y así he intentado hacerlo cada minuto, cada hora, cada día. Por ello me controlo tanto y por eso esta tarea del corazón en la pared me ayuda a concretar algo tan abstracto como la solidaridad. Y creedme, he alcanzado la felicidad más pura y sólida que nunca pensé que pudiera existir».

Ese día, mi marido y yo salimos de casa de Julito casi sin respirar, no hablamos nada durante dos horas, absortos en nuestra propia reflexión. Estaba resuelto el misterio de los tres golpecitos nocturnos, pero la solución había sacudido nuestros espíritus y nunca más podríamos ser insolidarios sin recordar las sabias palabras de ese hombre, que tenía un enorme corazón solidario en su pecho y en su pared.

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