Frases célebres

jueves, 24 de diciembre de 2009

450 EUROS

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Todo parecía normal ese lunes de marzo. Los despertadores sonaban en todas las casas de la ciudad aniquilando los sueños y acabando con la diversión y relajación del fin de semana. La gente bostezaba con exagerada intensidad. Codazos en el metro, caras de malhumor… También en mi lugar de trabajo todo parecía como de costumbre. La mayoría de mis compañeros se saludaban con los ojos medio cerrados y se escuchaban extraños silencios tras las puertas de los despachos por los que pasaba.


La normalidad empezó a extinguirse cuando me dispuse a iniciar la primera actividad de los lunes, el repaso a toda la prensa del fin de semana, y llamé a Fermín, el chico de los recados. “No está. No ha venido” Me contestó una voz detrás del teléfono. “Estará resfriado, pensé”, medio normal en estas fechas. No había nadie que supiera dónde estaban los periódicos, así que me puse a responder la correspondencia, redacté cartas, las franqueé y me di cuenta de que un par de ellas tenían que llegar a su destino con carácter urgente antes que finalizara la jornada laboral. Fermín!!! Fermín no estaba. ¿Quién podía hacer esos envíos? La verdad es que yo, la Jefa del Departamento de Relaciones Externas de una multinacional tan conocida, no sabía solucionar dos detalles tan pequeños e insignificantes, que estaban por arruinar mi mañana. Reflexioné por un momento y advertí que en los diez años que llevaba ocupando ese puesto, Fermín no había faltado ni un sólo día. Tal vez me tenía mal acostumbrada…

Estaba empezando a cabrearme por la ausencia de ese chico tímido y siempre callado, cuando dos toques secos golpearon la puerta de acceso a mi despacho. “Adelante”, alcé la voz. Detrás, divisé el rostro blanquecino y hundido de Felipe Arduán, el Jefe de Personal. “Fermín ha muerto” pronunció, “al parecer un trágico accidente”.

“No tenían arnés de protección. El andamio se desestabilizó y el pobre perdió el equilibrio”. La voz de su viuda, una joven chica que había envejecido veinte años en menos de doce horas, intentaba relatarnos el trágico suceso. “¿Andamio? ¿Qué hacía Fermín en un andamio?", expresé con extrañeza.
“¿No lo sabían? Cuando alguien le ofrecía la oportunidad, trabajaba por las tardes en la construcción. Quique, nuestro hijo tiene una grave enfermedad, necesita medicinas muy caras, y yo no puedo trabajar, tengo que estar con él. No teníamos suficiente con el salario de la oficina”.

En ese momento, me ausenté de la sala dos del tanatorio en la que nos encontrábamos. No oía a esa pobre mujer, no escuchaba los llantos de los familiares cercanos, sólo veía la serie de imágenes que pasaban por mi cabeza con una rapidez incontrolable, como secuencias de películas que alguien estuviera rebobinando a gran velocidad. Vi a Fermín sentado frente a mí, en mi despacho, pidiéndome una subida de sueldo, que intentara interceder por él ante los superiores. Y vi mi respuesta, mi reacción de: “Es imposible. La empresa pasa por malos momentos y todos están como tú, todos queréis más”. Vi a Fermín pidiendo que le ampliáramos la jornada. “No puede ser Fermín, tu trabajo se hace perfectamente en cinco horas, la empresa no puede permitirse pagarte más por quien sabe qué funciones nos inventaríamos”. Sentí una especie de odio repulsivo hacia mi actitud de jefa prepotente e insensible en todos esos momentos en los que una persona desesperada, había venido a mi despacho buscando ayuda. ¿Por qué no me habría contado lo de la enfermedad de su hijo? Me di a mí misma la respuesta, ¿le había ofrecido yo confianza para que me contara alguna intimidad? Empecé a llorar con el llanto amargo que sabe a culpabilidad, remordimiento de saber que alguien como yo, educada por mis padres en una sólida escala de valores, había sucumbido ante la sociedad capitalista que domina todas las esferas.

“Gracias Señora. Ha sido un detalle venir al entierro, una mujer de su categoría, con la de cosas que tendrá que hacer” Nunca he olvidado en mi vida el abrazo que me dio Victoria al despedirme, desprendió calidez verdadera, agradecimiento auténtico, ambos atribuibles únicamente a alguien con la humildad y la calidad personal que tiene la mujer más luchadora y valiente que jamás haya conocido. ¿Gracias a mí? Si casi me sentía culpable indirecta de esa muerte.

En las semanas siguientes, todo fue un desastre. Me di cuenta que el “chico de los recados” había cumplido durante más de diez años un papel esencial en esa empresa, imprescindible para los éxitos, para las operaciones que engordaban nuestra cartera, la cartera de los jefes. Intentando solventar mis errores del pasado, indagué algo más sobre la vida de ese compañero que nos había dejado para siempre. Su nómina más alta era de 450 euros. 450 euros para cuidar a su hijo, 450 euros para alimentar a su esposa, 450 euros que le llevaron a matarse en un andamio. Desde ese lunes de marzo que empezó con total normalidad, las cosas nunca fueron iguales.

Cristina Fuentes, la Jefa de Relaciones Externas, estaba a punto de concluir cuando la emoción entrecortó sus palabras. El público que asistía, asistíamos a ese V acto conmemorativo de la muerte de Fermín Castro, se puso en pie para aplaudir las palabras pronunciadas en tal conmovedor discurso. No pudo contenerse más y sucumbió ante la emoción, tuvo que bajar del estrado y ocupar un puesto en una mesa.

Desde aquel lunes diferente, Cristina comenzó a mover los hilos para iniciar una nueva filosofía de personal y de comunicación interna dentro de la empresa. Desde entonces, en relación directa con el Departamento de Recursos Humanos, un equipo de psicólogos intenta llevar un seguimiento de cerca de los casos particulares de cada trabajador. Ellos actúan de intermediarios cuando tenemos que pedir algo, valoran nuestros casos y elaboran un informe detallado que acompaña siempre nuestras peticiones a la Dirección. Parece mentira, pero los resultados de la empresa han crecido notablemente, salimos en prensa especializada continuamente, ocupando los mejores rankings de resultados económicos y de Responsabilidad Social. Desde mi humilde punto de vista, creo que hemos ganado todos, nosotros los empleados estamos más motivados y ellos, lo que nos pagan de más e invierten en cuidarnos, se lo ahorran en publicidad.

Cristina pasó de ser la “Señorita Rottenmayer” como todos la llamábamos, a ser una persona sensible, buena profesional y admirada por todos. El hijo de Fermín se recupera favorablemente tras una operación en Estados Unidos. Aunque nadie lo sabe a ciencia cierta, yo sé que se la pagó Cristina de su bolsillo. Ahora, Victoria y Cristina son buenas amigas y, aunque ocupan puestos muy diferentes en la escala fijada por la sociedad, se quieren, admiran y enseñan mutuamente.


Berta

GÉISER DE DOLOR

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Estaba sola contra un universo complicado para el cual no me prepararon debidamente. En ocasiones rozaba la locura; los gritos me sacaban de quicio, esos golpes… No lo aguantaba. La desesperación empezaba a emanar de los poros de mi piel con la fuerza y el misterio del vapor en un géiser. Quería llorar y no sabía. No encontraba escape para la intensidad de mi dolor. Caminaba incontrolada, dando patadas al vacío, retaba al mismo aire que me daba la vida.

¡¡Desesperada!! ¡¡Sola!! Sin un atisbo de calor humano o apoyo. Te llamé y no querías hacerme caso. ¿Cuál es tu criterio? ¿Cómo eliges a quién llevar contigo?

Esa mañana lo sabía. No te escaparías más. En un momento de enajenación total apreté todos los músculos de mi cuerpo, clavé las uñas en mi piel al cerrar los puños con una fuerza sobrenatural, cerré los ojos y te invoqué con el conjuro de quien lo tiene todo perdido. Una caída hacia el vacío. El tiempo detenido en millones de clichés de una vida acabada. Una conciencia interrumpida. El sabor dosificado de una muerte deseada. Una corriente helada recorriendo a la par de mi sangre casi detenida. Un pálpito irregular gobernando un cuerpo inerte....Y cuando estaba a punto de beber el dulce elixir que llevaba años buscando en ti, algo amortiguó la caída. Me volviste la cara, me abandonaste. Otro duro envite de la vida, quizá el peor.

No siento nada, a veces consigo entreabrir los ojos y lo que diviso me devuelve las ganas de suplicarte que, de una vez por todas, me ayudes a cerrarlos y acabar para siempre con este géiser de dolor.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

LA VENGANZA DE LA REALIDAD

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No podía pegar ojo. ¡Qué extraña sensación, joder! ¿Qué coño me pasa? Me tengo que levantar más temprano que de costumbre, esa maldita reunión con el jodido Valentín y no he descansado ni un segundo.

Miguel no estaba acostumbrado a tener insomnio. Bueno, la verdad es que Miguel no estaba acostumbrado a nada más que a su falsa vida llena de satisfacciones baratas.

“¡Inés, joder! ¿No escuchas que la niña está llorando?” “Ve tú de una maldita vez, yo también tengo derecho a descansar una noche”. “¿Descansar tú, para qué? No tienes bastante con estar todo el día viendo novelas y dando paseitos con las maris del barrio?“ ”Eres un cerdo hijo de puta hasta de madrugada” vomitó Inés mientras se levantaba resignada a asistir al bebé. Miguel se dio la vuelta y se aisló de los insultos que porfiaba su compañera colocando la almohada sobre su cabeza.

Intentó cerrar los ojos y pensar en Lucía, esa chica joven cuya sonrisa emanaba el elixir contra la pasión desierta de su matrimonio. Pero extrañamente, Lucía no aparecía en su mente como siempre, espléndida y sonriente sugiriéndole fantasías reales. Esta vez, Lucía lo miraba con desprecio, seria, y se iba de la mano con un chico alto, guapo y más joven que él. “Él me quiere de verdad, Miguel, estoy cansada de ser siempre la amante, de tus mentiras, de tus falsas promesas. Púdrete. Púdrete, púdrete, púdrete, púdrete”

Miguel se dio la vuelta en la cama intentado sacudir su mente de esa palabra repetitiva que le martilleaba, y se encontró con Inés que acababa de llegar de dormir a la pequeña. “Púdrete” le gritó. Mientras ella cogía el cojín que usaba de almohada individual, con una serenidad aplomante y angustiosa le dijo: “hoy duermo yo en el salón pero mañana te quiero fuera de esta casa. No soporto más tus desprecios, tus insultos. Púdrete”

Miguel estaba bloqueado. ¿Qué estaba pasando? Ese día había sido como otro cualquiera e incluso cuando se metió en la cama, después de cenar con la familia, todo parecía normal. ¿Qué era toda aquella situación repentina? ¡Ah sí!, sería un sueño, una pesadilla, no tenía más remedio que ser eso.

Pero esta hipótesis falló cuando Inés retiró la manta polar y el frío hizo que se erizara cada esquina de su piel. Ese frío era absolutamente real, no podía ser un sueño… Miguel se sentía fatal, empezó a tiritar con todo el cuerpo encogido pero no sentía fuerzas para levantarse a coger algo con que taparse.

Cerró los ojos de nuevo y esta vez vio una señora mayor, sentada en una butaca que se mecía a un ritmo descompasado que probablemente marcaba su propio corazón. Un corazón angustiado por un llanto desconsolador que emitía amargamente, con ansiedad y una respiración entrecortada. Miguel sintió pena, compasión… “Demonios!!!” Definitivamente algo debía ir mal porque Miguel no había sentido algo así desde hacía siglos…

Dio una vuelta. Y otra vuelta. Y otra, pero la señora no desaparecía de su pensamiento. Es más, por su cabeza pasaban distintas imágenes de ella en diversos momentos: mientras cocinaba y lloraba, mientras ahogaba un llanto amargo bajo el sonido de la ducha, refugiando las lágrimas bajo una almohada con la funda empapada… “No!!!! No puede ser!!!” Gritó Miguel. “¿Qué coño está pasando?” Miguel había reconocido de pronto la cara de su madre en todas las imágenes. Su madre que lloraba quizá por todos los desplantes que él le había hecho, por su egoísmo, su olvido, su indiferencia… Intentó acercarle una mano, ofrecerle un gesto de consuelo que ya había olvidado cómo hacer, pero ella le retiró el brazo despreciándolo. Sí, Miguel presenció cómo su propia madre lo rechazaba. “Púdrete Miguel, púdrete”

Cada vez tenía más frío. Abrió los ojos y vio su reflejo en el espejo del vestidor. Daba auténtica pena. El figurín, el niñito guapo, el playboy del barrio, el jefe déspota y conquistador, el amante incansable, aparecía allí con unas piernas delgadísimas al descubierto y con un cuerpo helado por el sudor frío.

Entonces fue cuando Miguel recordó una frase que hacía años había leído en un periódico. Una frase corta. Una frase sencilla. Una frase simple pero densa. Una frase que cautivó toda su atención impidiéndole seguir adelante en la lectura. Una frase que sacudió su conciencia por entonces aún existente. Una frase que le pareció un tipo de profecía, de maldición pero que por supuesto, desoyó e ignoró totalmente. “Toda realidad que se ignora, prepara su venganza”. Sí, esa era la frase.

Y ahora entendía por qué aquel día hace años esa frase le revolvió por completo, esa frase era la profecía cumplida. Después de años de pisotear, menospreciar, subyugar, olvidar, mentir, etc., después de años de hacer con la realidad lo que le venía en ganas, de manipularla a su antojo para salir airoso, de cambiarla según los deseos que en él aparecían, después de largos años de ser el amo y señor de su Universo, la realidad había decidido vengarse.

UNA FRÁGIL LÍNEA

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Hacía mucho frío. Demasiado frío. No había nada que permitiera aislarme de tanto frío.

No sabía dónde ir. No tenía con quien ir. Comencé a andar. La calle terminó y creo que no sabía dar la vuelta. Recorrí el mismo tramo, la misma distancia, por lo menos quince veces. Mis movimientos eran compulsivos, guiados por la histeria. Me giré y salí a la avenida principal. Debían ser más de las tres de la madrugada. Llovía, llovía mucho y hacía mucho frío. Un frío desolador.

Seguí caminando y llegué a un gran edificio blanco coronado por grandes puntos de luz. Era muy grande, un edificio muy muy grande. Olía a tristeza. Olía a enfermedad. Olía a sufrimiento. Una vez más aquella maldita cruz roja. Empecé a recorrer la manzana sin quitarle la vista de encima. Miraba las ventanas por las que asomaba un rastro de luz. Trataba de imaginar la situación que allí se viviría. Gritos, dolor, desesperación. La piel se me erizaba y continuaba caminando. En la séptima planta vi alguien asomado. Era una mujer delgada, muy delgada, muy muy delgada. Y blanca, su rostro carecía de un atisbo del color que define a los vivos. Le saludé con la mano, pero sus ojos, perdidos en un horizonte desconocido, no hicieron muestra de advertir mi gesto.

Seguí caminando, daba pasos grandes, descompasados, arrítmicos. ¿Se encontraría allí dentro? Entrar o no entrar era la gran decisión. La decisión que podría cambiar mi destino. A lo lejos vi las luces azules. ¿Venían a por mí? Las bajas nubes y mi cansancio soporífero me impedían ver con definición las siluetas que bajaron del coche. Intenté esconderme en los contenedores. Olía mal, pero el aroma de la inmundicia era más suave que aquél que me había convertido en esa piltrafa humana.

Una valla. Una pared. Un cristal. No había más de por medio. Una línea, una frágil y fina línea. Una cuerda de equilibrio inestable, un pie mal cruzado, un giro indebido y pasaría de un estado a otro.

Escuché pasos muy cerca. “Por aquí no hay nada. Falsa alarma, sube al coche que te vas a resfriar”. Y oí cómo los pasos se alejaban. Ellos volvían a su coche, su emisora, su jornada de trabajo y yo tenía que resolver mi difícil decisión: cruzar la línea, probar a pisar en el sitio correcto de la cuerda, entrar, buscarla, oler de nuevo ese olor: dejar de ser yo para siempre.

Berta

LAZOS FIRMES

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Unas manos. La piel, bastante oscura. Las uñas, a pesar de los cortes deformes, mostraban una higiene bien cuidada. Los dedos, no muy largos, eran gruesos y un anillo sencillo de plata parecía asfixiar el angular. Los nudillos se plegaban en protuberancias frondosas de carne, y se divisaban vellos oscuros por todos los pliegues. El color de las yemas de los dedos delataba una más que probable afición al tabaco, quizás ya abandonada, quizás aún presente.

Así vistas, no eran más que unas simples manos.

Pero esas manos sostenían otras. Unas manos aún más pequeñas, con dedos finos y uñas rosas. Una mano en la que un anillo igual al que asfixiaba el dedo oscuro, danzaba con libertad. Estas manos hablaban de trabajo, trabajo duro en el hogar o quizás en el campo, ¡quien sabría! Se podían ver las marcas de sequedad que dejan la lejía y los detergentes, se observaba un esmalte algo desgastado, algunos cortes cicatrizados....

Así vistas, podían ser unas manos cualquiera.

Pero esas cuatro manos llamaron mi atención por la intensidad con que se entrelazaban y el especial lenguaje con el que parecían comunicarse. Hasta ahora había visto ojos riendo, sonrisas gritando, pero jamás había presenciado una manas que hablaran. Parecían ser independientes de sus dueños, quienes estaban atónitos contemplando el espectáculo. No se miraban, no se sonreían, sus cinco sentidos atentos al escenario, pero sólo mirando la unión de las manos podía entenderse la satisfacción que experimentaban ante un evento de esa importancia que venía a nuestra ciudad; se adivinaba la alegría que sentían por poder vivirlo juntos, el valor de compartirla, de reconocer el apoyo mutuo...

Sí. Aquellos dedos estrechamente unidos formaban unos bonitos lazos. Unos lazos firmes que ¡¡evocaban tantas cosas!! Lazos capaces de acunar el cuerpecito recién nacido de un nuevo ser, lazos para sostener el saco de lágrimas que a veces se esconde tras el pecho, lazos que la primera vez que te rozan un pedacito de piel te encadenan a ellos de por vida. Y sí, aquellas manos que tenía a mi lado eran ese tipo de lazos firmes.

Entonces noté que algo tocaba mi mano. Era una piel muy fina y suave que trataba de llamar mi atención con absoluta frialdad. ¿Qué miras de esa forma? ¿No te da vergüenza ser tan descarada? Me susurró al oído. Fue ahí cuando advertí que una vez más, mi capacidad de observación estaba a punto de dejarme en apuros. “Perdón”, le dije a mi novio, entrelazando mis largos dedos entre los suyos. Y el espectáculo se había ya acabado para mí. Estaba centrada, obsesionada en que mi mano escuchara algo de la suya, pero no sentía nada. Le acaricié y le apreté fuerte hasta que me dijo: ¿Se puede saber qué te pasa con tantos cariñitos? ¿Te ha bajado la regla?

Retiré mi mano sumida en la peor soledad que existe, y mientras lágrimas discretas salaban la comisura de mis labios, pensé cómo desatarme definitivamente de esos lazos frágiles que no servían para nada, más que para cegarme. Ya no aguantaría más, tenía que creer que como aquella pareja vecina, también yo algún día encontraría quien sostendría mi alma con unos lazos firmes.

Berta

UN BRINDIS CON ESENCIA DE MUJER

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Enrique Castañeda se había convertido en ese tipo de científicos que trasladan su hogar al laboratorio, impulsado por una auténtica pasión por la investigación y los descubrimientos. "Llevas meses sin salir... tu aspecto ha empeorado considerablemente...me preocupa tu salud... ¡Te recojo a las once! y tómatelo como una orden porque no estoy dispuesto a admitir un no por respuesta".

"Mierda! Mi cita con Edu!", eran las once menos diez y Castañeda se acababa de dar cuenta que había olvidado la llamada de Eduardo esa misma mañana. Esta vez no podía decepcionarle, era sin duda la única persona que había estado ahí en cada momento malo de los muchos sufridos durante su separación. Mientras se desabrochaba la bata blanca, marcó el teléfono y con un leve tinte humorístico se excusó, "Lo siento tío, he estado sumido en un ensayo que puede cambiar el curso de la humanidad", ambos rieron, "me doy una ducha rápida y nos vemos en una hora en el Sincity, jodido liante".

Pasaba media noche, era un local pequeño con decoración coqueta, se sentaron en la barra huyendo de las románticas mesitas de mimbre, adornadas por velas encendidas. Sonaban de fondo melodías de los años sesenta que recordaron a Enrique esos momentos en que conoció el amor en las caricias de Inés, la mujer con la que había compartido veinte años. Se quedó absorto en el recuerdo...

"Quique, joder!! Despabila! Si con esa cara de pasmado quieres ligar, la llevas clara!" El científico vino en sí soltando una carcajada, se retiró el flequillo canoso de la frente y al girar suavemente la cabeza para mirar a su amigo, vio una larga melena negra con ondas que parecían dibujadas. Eduardo hablaba de que tenía que superar la depresión, que en la vida había algo más que el trabajo, que todos los problemas tenían solución... pero Enrique no le oía, había quedado atrapado en el sendero que comenzando en el hermoso cabello, atravesaba un rostro moreno con ojos negros y brillantes, y terminaba en unas piernas deliciosamente torneadas que casi ocultaban la minifalda roja. Le ilusionó y extrañó que la chica se encontrara sola, en ese tipo de bar en una ciudad como Barcelona. "¿Qué te pasa ahora, bicho raro? Ni siquiera me estás prestando atención. Tienes que cambiar de aires, conocer a alguien, volver a amar... Necesitas chispa!" Enrique reaccionó rápidamente, esbozó la mejor de sus sonrisas a modo de disculpa, alzó su copa y la hizo chocar con la de ese "santo" que siempre le había demostrado un amor incondicional. "¡Por la pasión!" Y dio un trago, que endulzó el sabor amargo que había acumulado en sus largos meses de encierro.

Presintiendo que había una causa detrás de ese brindis espontáneo y con mucho disimulo, Eduardo tiró un pañuelo del bolsillo, se agachó para recogerlo y se topó con las piernas de mujer más bonitas que había visto en muchos años. Recuperó su posición lentamente, recorriendo con los ojos el mismo camino que su compañero había descubierto hacía unos minutos. Sin duda alguna, esa mujer desbordaba una sensualidad extenuante, suspiró y levantando su copa con gesto pícaro dijo: "Por la pasión perfumada de esencia de mujer". La seca mirada de Eduardo se inundó de luz, su triste expresión cambió, guiñó un ojo y dijo: "Te quiero viejo lobo, nadie jamás ha sabido comprenderme como tú" y dejó su taburete caminando hacia la chica, que años después sabríamos, cambiaría el curso de su vida.