Frases célebres

lunes, 25 de octubre de 2010

Gotas de lluvia

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El cielo estaba negro, las nubes tan apelmazadas que apenas dejaban pasar un rayo de sol, y yo estaba sentado en mi viejo sillón, en mi apacible casa de campo, navegando por el mar de mis recuerdos. Empezó a llover y parecía que todo el agua del planeta se hubiera concentrado frente a mi ventana, cayendo sin cesar, durante horas, de forma torrencial.

Siempre me gustaron los días lluviosos por la capacidad que tenían de liberar toda mi sensibilidad y ayudarme a percibir los más bellos detalles de la existencia. Y así, dejé sobre la mesa el viejo libro que siempre releía y me concentré en disfrutar la caída de la lluvia en mi cristal.

Pasaron horas, pero creo que no fui consciente del tiempo, no al menos hasta que la lluvia paró  y el cielo empezó a transformarse en mil colores. Apareció el arcoiris con su fórmula mágica que siempre sorprende, y la claridad de algunas nubes que venían formaba un paisaje bellísimo de diferentes tonalidades.

Hacía ya más de media hora que no había caído ni una gota de agua y entonces fue cuando la vi a ella, se deslizaba temerosa y frágilmente, quizá con miedo a llegar cuando todas las demás se habían ido; quizá con recelo a parecer diferente, aparecer por separado, tal vez, con preocupación de no haber llegado a tiempo. De esta forma, sin haber avisado previamente, fue recorriendo lentamente su camino, alcanzando su meta bastante después que las demás. Tal vez ella se creía distinta, incluso peor, pero sin embargo para mí fue la más especial, la que me dio la posibilidad de pensar en la esencia del agua, en su recorrido... ¿De dónde había salido esa gota tardía? ¿De una teja mal situada en el techo de la casa? ¿Del tambor de la persiana, quizá? ¿Del marco de la ventana? Cuando la vi, estaba concentrada en un solo lugar, quieta, inmóvil, tal vez estuvo a punto de arrepentirse de continuar su recorrido, sólo tuvo que pararse y esperar a que la fuerza del sol la consumiera, pero decidió seguir y dividirse en minúsculas partes que trazaron un hermoso trayecto irregular ante mis ojos.

De repente, en esa sencilla observación de la naturaleza fue cuando surgió en mí una extraña sensación de arrepentimiento. Toda la vida intentando caminar con rapidez, acompañado de la mayoría, del grupo, preocupado por la velocidad, por alcanzar pronto las metas. Toda la vida atosigado por la torrencialidad de los hechos. Nunca me atreví a hacer nada que se saliera de la norma, no quería ser diferente, y ahora, en un detalle tan simple como la caída de una gota de agua, me daba cuenta de que precisamente lo diferente era lo especial. Advertí que quien rompía los esquemas habituales se hacía más importante a los ojos de quien observa. Aprendí o quizá comprendí lo que aprendí hacía años, en unos pocos minutos, que la magia de la vida, como en el arcoiris, se produce cuando se unen dos fenómenos muy contrarios. Yo, que nunca me había arrepentido de nada de lo que había hecho, me arrepentí de pronto del sinfín de cosas que había dejado de hacer.

Entonces supe que tal vez tenía que haber usado más ropa de colores, probado más sabores exóticos y olido flores en primavera. Entendí que tendría que haber disfrutado más de la música, liberado mis sentidos ante ella y haber dejado bailar a mi espíritu al ritmo de mis pies. Supe que cada vez que me había dejado llevar por la inmovilidad de la rutina, había dejado morir una parte de mí, porque estar muerto es estar quieto y vivir es todo lo contrario. Me di cuenta de que tendría que haber decorado las paredes de mi casa y mi despacho con más alegría, que debía haber dejado de veranear cuarenta años en el mismo pueblo playero y haber conocido más maravillas del mundo, más lugares escondidos en los que la mano de la Naturaleza talló sus mejores obras de arte.

Es curioso todo lo que he descubierto por la caída de la lluvia frente a mi viejo sofá.

Foto compartida bajo licencia de Creative Commons, gracias a la galería de flickr de anieto2k

Los gritos del dolor

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Desgarrador, agudo, pavoroso... Eran las siete de la mañana, casi todos dormían acunados por el silencio y de pronto se oyó un grito, desgarrador, agudo, pavoroso..., que me abrió de par en par las puertas al abismo.

No sabía de qué se trataba, ni siquiera de qué lugar exacto procedía aquel terrorífico sonido, pero entró por mis oídos haciendo añicos mi parte más sensible.
¿Qué se escondería tras ese grito? Dolor desesperado ante la enfermedad, vacío tras alguna pérdida importante, frustración, desesperación, anhelos, amor no correspondido... ¡Sufrimiento, en definitiva!

Pasaba ya la madrugada y volví a escuchar ese sonido. Esta vez conocía su procedencia, había sólo una pared de por medio, una pared que separaba mi llanto amargo, silencioso,  sofocado en un pañuelo, de aquel quejido inconsolable. Era un hospital desolador, viejo, pequeños insectos recorrían las paredes… La había perdido para siempre, ya nunca más vería aquel rostro blanquecino y escuálido ruborizarse al caer la tarde, o sonreír tímidamente, como ella lo hacía... Pero ¿y ese grito? ¿Qué escondería ese grito? Quise no saber más, después de todo, mi pecho apenas contenía mi dolor, ¿cómo hacerme cargo de lo ajeno?

¡Cuántos gritos de dolor pasan desapercibidos! A veces se amortiguan tras los muros, a veces rebotan en puertas, fronteras de tierra, estrechos trozos de mar o de océano. A veces nos basta con girar un poco la espalda, mirar hacia otro lado, quizá un poco de música, volumen alto y el grito se desvanece con el mismo ímpetu que se inició. A veces el lamento ni siquiera llega a oírse, bien porque quien desea expresar el sufrimiento ha aprendido a callarlo, bien porque grita sin voz.

Miradas

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Estaba parado, sentado, en el lugar de siempre, a la hora habitual. Leía los documentos que trataba de memorizar, haciendo una sola parada para mirar hacia mi ombligo, pensando en mis circunstancias y regodeándome en mis desdichas. En ese momento una persona pasó por delante mía. Podía ser una persona cualquiera, puesto que él y yo nunca habíamos intimado, no había entre nosotros nada que pudiera hacerle especial o diferente para mí, pero la verdad es que no era una persona cualquiera. Podía ser simplemente uno más de los muchos que pasan por mi campo de visión a lo largo del día, pero su presencia no me causó la molestia que normalmente me causaba quien rompía mi concentración, a veces en la nada.

Me fijé en su mirada, cosa que no solía hacer... "Procura no fijarte en las miradas, hijo, a veces dicen cosas que cambian el transcurso de nuestra vida para siempre. Tú ve a lo práctico, y no te desconcentres de tu objetivo", me habían repetido tantas veces esta frase en mi infancia que realmente había calado hondo. Y vi en la mirada de esa persona una tristeza hiriente, una desolación infinita, un profundo desgaste... En ese momento quise levantarme y preguntarle qué provocaba esa expresión de su rostro, quise saber más de él y de la historia que llevaba vivida, pero no supe hacerlo. Se me daba muy bien aprobar exámenes, ascender puestos, pero creo que lo mío no eran las personas.

A partir de ese día, cada vez que pasaba cerca mía, le miraba la mirada. Ya no me daba miedo, al menos no con él. Nuestra relación se reducía directamente a eso, a un auténtico juego de miradas. Un día el miedo me sacudió por completo, porque al pasar por delante, su mirada me pidió un consejo. Tal vez, y a pesar de nuestras parejas y nuestras vidas aparentemente tan llenas y ocupadas, él estaba tan solo en el mundo como yo. Quizá no era tan importante como yo lo veía, no estaba tan por encima, y yo había dejado siempre que todas esas diferencias inútiles separaran nuestros caminos. Me conmocionó pensar en su sufrimiento, quería acercarme, quería ofrecerle mi ayuda, pero  ¡era tan difícil!

Fue aquel miércoles gris... Todo empezó con una sonrisa, muy leve, temerosa, porque la verdad es que tampoco sonreír se me daba del todo bien. Por primera vez le hablé con palabras reales, le dije que mi mundo estaba reventado, roto en pedazos, que había crecido sobre cimientos cargados de errores. No sé por qué lo hice, porque no me gustaba hablar de mí, pero intuí que el empezar yo le impulsaría a continuar. Efectivamente mi confesión le hizo desahogarse, soltar toda la desgracia que llevaba congelada en una lágrima que nunca salía. Conversamos, no nos dimos consejos porque ninguno de los dos nos sentíamos capaces de ello, tal vez ennoblecíamos demasiado el significado de esa palabra… Pasaron los días y nos acostumbramos a hablar, no siempre tratábamos temas profundos, había heridas tan frescas que temíamos rozar, pero el simple hecho de compartir opiniones, visiones distintas de una misma realidad, representaba para nosotros el consuelo que necesitábamos en ese momento, el alivio que aligeraba la carga que nos aplastaba.

Yo estaba parado, sentado, en el lugar de siempre, a la hora habitual. Tenía un mal día, pero pasó él con su mirada cargada de ilusión y alegría, y mi jornada se iluminó. Me quedé pensando cómo en tan poco tiempo había pasado de ignorar la presencia de alguien a llenar mi vida con ella. Quizá eso era algo de lo que hablaban tanto los muchos libros que había leído, quizá eso era la amistad.

Un paseo por las Ramblas

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Había amanecido un día muy oscuro, de esos en los que las nubes grises descienden del cielo para confundirse con calles y edificios, y allí estaba yo, caminando por mi avenida preferida, luchando contra la multitud que competía por alcanzar un soplo de aire.

Me crucé con una chica rubia oxigenada, de aspecto escuálido que intentaba contrarrestar su falta de atractivo femenino con una vestimenta llamativa y exageradamente provocativa. Seguí avanzando y me pegó con su muleta un anciano señor que intentaba llegar al banco más cercano arrastrando los gruesos tobillos asfixiados por la enfermedad circulatoria que propiciaba sus torpes andares. En el otro extremo de la avenida pareció fijarse en mí un chico alto y elegante, que caminaba con una seguridad aplastante, pero que comunicaba con su mirada los miedos comunes a la humanidad, a pesar de los trajes de marca y los maletines de piel de la buena. Me entretuve un rato en un puesto de flores, y cuando proseguí, pude observar a una chica muy joven, de rostro bellísimo y larga cabellera negra, que miraba su teléfono móvil mientras sus mejillas eran recorridas por esas lágrimas que saben a ausencia, a lejanía del ser amado…

En esa época salía a menudo a pasear por la Rambla, por el simple hecho de caminar y observar el mundo que existía más allá de mis cuatro paredes, físicas y mentales. Solía hacerlo sobre todo esos días en los que el sol se quedaba durmiendo y la falta de luz apagaba todas mis energías, dejando resurgir fantasmas del pasado y lejanos complejos de la infancia.

Siempre me gustó observar a las personas. Esa mañana vi chicos jóvenes que intentaban absorber el mundo con la explosión de energía adolescente; ancianos que no habían podido guardar sus nostalgias y soledades en los cajones de las mesillas de noche; adultos bajos, altos, de pelos cortos, largos, rubios o pelirrojos. Rostros hermosos y pieles comidas por el acné; cuerpos esbeltos y gorduras descuidadas; ojos que sonreían y labios que lloraban sin lágrimas; andares resueltos y torpes desplazamientos; cuerpos cubiertos con elegantes vestimentas y ropas humildes que reflejaban frágiles economías. Vi parejas abrazadas, extranjeros que mostraban su arte en puestecillos improvisados, mimos que sonreían a quien le agradecía su simpatía con una moneda, enamorados que se robaban besos en cualquier esquina. Me crucé con el señor de la mirada perdida cual sus propios tirantes, con la chica en la silla de ruedas, con la madre con sus lindos gemelos…

Esa mañana había despertado ahogada por los miedos inconfesables que los adultos deben dejar entre las mantas. Me sentía la mujer más desdichada de la tierra, odiaba el saludo que me ofrecía el espejo, rechazaba mi cuerpo y me atosigaba con reproches sin compasión. Pero salí a la calle y allí me encontré con el anciano de las piernas enfermas; con la chica rubia que todos miraban con ojos burlones; con la mirada del apuesto joven que, contra su voluntad y expectativas, me había transmitido sus debilidades ocultas... Todos ellos despertaron mi respeto y ternura por la humanidad y deseé poder evocar yo también ese sentimiento a algún paseante anónimo. Una vez más, me había dado cuenta de que en el Universo existen millones de personas diferentes, no por más hermosos o menos, mejores ni peores, todas merecedoras del mismo sol que brilla, de la misma lluvia que refresca la tierra y de la misma energía que despierta los corazones. De una u otra forma comprendí, que una vez más, ninguno de mis estúpidos complejos podían ya tener sentido.




El sueño de un agua corriente

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Yo no era más que un agua corriente, encerrada en la existencia monótona de una vieja tubería, en una casa deshabitada, medio en ruinas. Mi destino era un suplicio, agonizante y con miedo a acabar envenenada por el olor a cobre oxidado, o devorada por algunos insectos que acunaban a sus crías con mi manto de humedad. Pero... a pesar de mis circunstancias, nunca dejé que el sufrimiento ahogara mis sueños, y utilizaba los bellos recuerdos de tiempos pasados como arma propulsora para alcanzar un futuro mejor. Después de todo, siempre había oído que el éxito era cuestión de actitud.

Me acordaba de esa época brillante en la que rocé el esplendor con el mar Mediterráneo, viendo nacer a sus orillas grandes civilizaciones y sintiéndome recogida en la poesía musical de un importante autor español. Cuando estaba más triste y agotada, retrocedía a cuando era jovencita y trabajé como lágrima, acompañando a muchas personas cuyas victorias, curiosidades, pasiones y locuras, provocaban tantas emociones que no podían contener en el alma. Menos podía olvidar cuando fui Rocío y aunque madrugaba mucho por las mañanas, me daban los buenos días las flores y refrescaba la cara del sol que despertaba. Esos eran buenos tiempos y ahora, ahora no era más que un agua corriente.

Un día que amenazaba con ser como otro cualquiera, descubrí lo que podría ser mi salvación: una pequeña ranura en la tubería. Ya sólo hacía falta conseguir fuerzas suficientes para sublevarme y provocar con mi revolución un salidero mayor. Concentré mis energías y pluff, la retención contenida durante años de inactividad y el sabor de la libertad tan cercana, actuaron de cómplices para alcanzar mi meta. Llegué al suelo de la cocina, lentamente fui encontrando los espacios abiertos… nunca me había sentido tan suelta y empecé a correr con ímpetu, con pasión. Horas después había conseguido traspasar mi primera frontera, la puerta de entrada, ¡¡¡pronto alcanzaría la calle!!!. Una vez en el exterior, vi a lo lejos un charquito que alguien había formado al regar, me acerqué y allí me quedé paralizada, con la felicidad inseguridad que produce conseguir un reto que se ha deseado durante años. Mantuve la calma y al poco tiempo, mi sueño estaba culminado, mi victoria llegaba con la rápida evaporación.

Así fue como llegué a aquella nube, que descargó en un lugar muy curioso de la sierra de Cazorla, dejándome incorporar a un río frío y caudaloso. Estoy fluyendo con él, no sé cómo se llama pero es hermoso, acabo de dejar a mi derecha una torre que parece dorada, y otra mucho más alta que se ve a lo lejos, con una veleta de bronce en su parte superior. Al frente veo el puente más hermoso que nunca haya atravesado, y un barrio muy castizo. Soy realmente feliz. He conseguido mi sueño!!!
 

domingo, 24 de octubre de 2010

Contrastes

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Sus besos eran de cine; sus golpes, de informativo.

El misterio de los golpecitos nocturnos

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Cuando vivíamos en el núcleo residencial La Esperanza teníamos un vecino cuya presencia y estilo de vida siempre nos llamó profundamente la atención. A sus más de ochenta años, su rostro reflejaba un espíritu joven y su cuerpo era ágil y flexible... Se comentaba que había trabajado veinte años como cooperante en distintos países en vías de desarrollo y ahora presidía una ONG dedicada a recaudar fondos para ayudar a personas con enfermedades mentales y apoyar a sus cuidadores. Su aspecto era pulcrísimo, pero siempre vestía con la misma ropa, de estilo deportivo y serigrafiada con el logotipo de su organización. Todo era admirable en ese hombre, todo, excepto el misterio de los tres golpecitos nocturnos.

Todos los días, antes de dormir, se oían en la pared contigua a nuestro dormitorio, tres golpecitos fuertes y secos, siempre, a la misma hora, las 365 noches de los veinte años que llevábamos viviendo en ese piso.

Nunca nos atrevíamos a preguntarle, pues su comportamiento era intachable y jamás había dado el más mínimo motivo para la queja, pero un día que nos cruzamos con él por la escalera fue la curiosidad la que se encargó de preguntar el porqué de los tres golpecitos nocturnos. Don Julio, quien a pesar de su longevidad se hacía llamar Julito, sonrió iluminando esa brillante mirada que podía dar calor a un pueblo esquimal y nos invitó a pasar a su casa.

Nos sorprendió un piso sencillo, decorado con un bonito estilo bohemio, en el que podían observarse por todos los rincones objetos y recuerdos de muchas culturas diferentes, que supusimos procedían de los diversos viajes que este admirable señor habría realizado. Pero lo que realmente imantó nuestra atención fue la pared de la derecha del salón: allí y con unas enormes dimensiones había dibujado un corazón enorme, en cuya mitad se podían observar muchas tablitas pequeñas escritas y clavadas con puntillas.

«Cada noche, antes de dormir, hago examen de conciencia y pienso en aquellas cosas que he realizado para mejorar el mundo en el que me ha tocado vivir. No me refiero a grandes hazañas —matizó humildemente—, a mi edad ya me dedico solamente a los pequeños detalles. ¿He sonreído al conductor del autobús, a la camarera que me sirvió el café, a mi compañero de la asociación a pesar de un momento de trabajo difícil? ¿He dado algo a lo que estaba muy ligado, pero sabía que alguien tendría más necesidad de tenerlo? ¿He sido tolerante? Y así mi reflexión pasa por cada momento vivido en el día. Si considero que he hecho algo digno de llamarse solidario, lo escribo en una de estas tablitas y lo clavo en el gran corazón, de ahí los tres golpecitos nocturnos. Muchas noches concluyo que me he portado mal, he sido egoísta o no he sabido amar lo suficiente, es decir, demasiado, y entonces quito alguna de las tablitas clavadas que no respondan al verdadero estado de mi corazón en ese momento. También para ello es necesario dar los golpecitos».

Yo le interrumpí, pero... «Julio...», «Julito, hija, que me haces viejo» —reí. «Perdón, Julito, y ¿por qué hay medio corazón vacío?». «Buena pregunta. El vacío hace justicia a que la mitad de mi vida ha estado gobernada por un alma fría, que me mantenía aislado del mundo. Yo era un chico muy avispado y empecé a trabajar muy jovencito, llegué a ser un exitoso empresario y adquirí una enorme fortuna con apenas treinta años. Tenía todo lo que cualquier hombre podía desear, pero era profundamente infeliz. Un día afortunado, me desperté y no tenía fuerzas para mover ni una sola parte del cuerpo, tuvieron que llevarme al hospital en una camilla y allí me esperaba un terrible diagnóstico que sorprendió a mi familia y amigos: había enfermado de tristeza, el vacío de mi vida había paralizado muchos de mis órganos. En el largo periodo de convalecencia decidí que a partir de entonces, dedicaría todo mi tiempo a los demás y así he intentado hacerlo cada minuto, cada hora, cada día. Por ello me controlo tanto y por eso esta tarea del corazón en la pared me ayuda a concretar algo tan abstracto como la solidaridad. Y creedme, he alcanzado la felicidad más pura y sólida que nunca pensé que pudiera existir».

Ese día, mi marido y yo salimos de casa de Julito casi sin respirar, no hablamos nada durante dos horas, absortos en nuestra propia reflexión. Estaba resuelto el misterio de los tres golpecitos nocturnos, pero la solución había sacudido nuestros espíritus y nunca más podríamos ser insolidarios sin recordar las sabias palabras de ese hombre, que tenía un enorme corazón solidario en su pecho y en su pared.

El abrazo de la rosa

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—Nunca entenderé por qué me rechazas con tanta contundencia, casi sin pararte a dudar de tus motivos. No acierto a comprender qué te mantiene tan lejos de mí.

—No deberíamos perder tanto tiempo en hablar de esto, amigo mío. Somos diferentes, pertenecemos a mundos distintos, ¡no me interesas!

—Somos diferentes por nuestro aspecto exterior, nuestra apariencia, pero en esencia somos lo mismo, formamos parte de la Madre Naturaleza, ¿no te das cuenta de eso?

—Yo tengo un don. Soy bella y todos lo reconocen y me lo repiten constantemente. Tengo muchísimos admiradores que pelean por percibir mi aroma delicado y mi tacto aterciopelado. Casi todos me buscan por todas partes, desean tenerme cerca en sus momentos más especiales. En cambio tú, tienes que aceptar que eres feo y que estás más acostumbrado a la soledad, al rechazo.

—¿En serio crees que la belleza es un don? Te crees superior por tu hermosura y te aseguro que las púas que tú rechazas en mí son el mejor regalo que haya podido recibir.

En ese momento de la conversación el cactus estaba empezando a disgustarse y su voz lo desvelaba claramente.

—¿Qué es realmente un don? Continuó. Gracias a mis púas puedo mantenerme en las condiciones más adversas y, por tanto, lo que tú consideras fealdad es mi fortaleza ante la adversidad. Por el contrario, tu belleza te hace frágil. Estás tan acostumbrada a que todos te halaguen, te piropeen y cuiden, que cuando no lo hacen, al mínimo detalle decaes, te marchitas con mayor rapidez, empiezas a secarte, tu color se apaga y te cierras por completo.

La rosa se quedó sin palabras. Aunque en el fondo lo sabía, nunca nadie se lo había dicho tan directamente y era cierto que lo que creía un don, le había hecho intolerante a la dificultad, vulnerable y tan dependiente emocionalmente, que en ocasiones daba verdadera lástima.

El cactus notó rápidamente que sus palabras habían herido a su compañera, y la quería tan profundamente que no pudo evitar sentir dolor.

—No pretendía ofenderte, pero sí hacerte ver que tus absurdos y rígidos esquemas de pensamiento no siempre son los mejores. Las cosas, la mayoría de las veces no son como creemos y sólo podemos darnos cuenta viviendo, dialogando como tú y yo ahora y dejando la mente abierta a otras realidades.

La rosa no respondió. Se limitó a meditar todas y cada una de las palabras que había escuchado.

Como esta, muchas tardes de aquel verano caluroso, la rosa y el cactus mantuvieron grandes conversaciones. Poco a poco, la rosa fue advirtiendo que aunque rechazaba su aspecto desagradable, lleno de pinchos peligrosos, ese amigo le aportaba mucho más que ninguno de los otros hermosos acompañantes con los que había tenido oportunidad de coincidir, los cuales siempre le habían demostrado que la buscaban por su belleza y que en el fondo, ni la conocían ni se preocupaban por entenderla.

—Quizá, hasta ahora has buscado compañeros que fueran iguales que tú en apariencia, pero eran diferentes en esencia. Y eso no puede hacerte feliz.

—Derrochas mucha sabiduría, querido.

—He tenido muchos momentos de soledad, de rechazo, que me han dado la oportunidad de reflexionar, como te dije un día, de hacerme fuerte ante la adversidad.

La rosa recibió tanto amor y afecto que acabó enamorándose de quien había rechazado con todas sus fuerzas. Tuvo que reconocer que sus creencias y pensamientos eran erróneos y tuvo que rectificar su actitud y comportamiento.

—Quiero que me abraces, dijo un día, rompiendo un silencio solemne que les envolvía.

—¡Estás loca! Dijo el cactus, invadido por un miedo terrible. Jamás he abrazado a nadie, se dijo para sí. ¡Podría hacerte mucho daño, incluso acabar contigo!

—Quiero asumir el riesgo. Tú me has enseñado que no hay felicidad sin dolor, ¿verdad? Pues quiero sentirte cerca, quiero que me abraces tan fuerte que nos fundamos en uno.

Cuenta la leyenda que en el lugar donde la rosa y el cactus se unieron, amaneció a la mañana siguiente una extraordinaria flor que nadie había visto jamás. Se trataba de una especie muy hermosa y al mismo tiempo fuerte, con un tallo grueso y unas hojas preparadas para soportar las situaciones climáticas más adversas. Le llamaron Tolerancia, en homenaje a la rosa que supo tolerar el sufrimiento y aceptar lo diferente y, desde entonces, se dice que la tolerancia emana sabiduría, paz y felicidad, allá donde se encuentra.

domingo, 17 de enero de 2010

"La tregua"

La tregua es el diario personal de Martín Santomé, personaje entrañable con quien el lector intima extraordinariamente, puesto que va conociendo sus vivencias y reflexiones al mismo tiempo que él las descubre, a través de la escritura como proceso de autoconocimiento. Por tanto, este formato consigue reflejar a la perfección el entramado psicológico y emocional del protagonista, dotando a la obra de una sensibilidad extrema.

En La tregua no hay alardes literarios: la escritura es sencilla. Tampoco reconozco una gran historia, sino un excelente argumento, que se estructura a través de entradas en un diario personal a través del cual descubrimos la historia del protagonista y la del resto de personajes con los que se interrelaciona: los hijos , amigos y/o conocidos , compañeros de trabajo, su mujer fallecida hace años...

Y en el fondo de todo y como tema principal: el amor. El amor que siente un hombre viudo (que apenas puede recordar la cara y los gestos de la mujer con quien tuvo tres hijos), a punto de jubilarse, hacia una veinteañera que comienza a trabajar bajo su jefatura. Avellaneda, Laura Avellaneda, una mujer honesta, sensible, auténtica, segura, humilde; una mujer a la que descubrimos exclusivamente por la narración de Santomé, quien nos la presenta con la sinceridad sublime que uno vuelca en las páginas personales de un diario.

Una historia de amor real y realista, no exenta de dificultades que ambos deben afrontar: la aceptación por parte de los hijos de él, la superación de los miedos de ella, los temores de Santomé a un futuro que no es capaz de predecir... Y con todo esto se aman lo mejor posible en función de las circunstancias, y él descubre el amor en la madurez de la vida, acompañado de comprensión, amistad, del sexo con afecto, y lo valora en comparación con sus relaciones previas... Y el deseo de atesorar algo tan preciado le llena de celos que le paralizan, de limitaciones que sólo existen en su mente, de miedos al futuro... Temas todos estos que dotan al argumento de un magnífico entramado psicológico que demuestra el conocimiento que el autor tiene, con tan sólo cuarenta años, del ser humano en su intimidad. Y, precisamente por esto creo que me ha gustado tanto La tregua.

Sin saber qué dicen los expertos, yo calificaría esta obra de drama profundamente realista, porque su dureza es la propia de la vida real. Pero, como esta misma, también desborda ternura, respeto por unos personajes auténticos... Personalmente, me quedo con el poder vaticinador de los miedos más íntimos de Santomé.