Frases célebres

miércoles, 31 de agosto de 2016

El verano que decidí no morir



¿Quién me iba a decir, hacía unos años, que esta estación del año de la que siempre gozaba tanto se convertiría en una enemiga cruel y asesina?

¿Cómo podía imaginar que ese refrán que yo repetía con frecuencia (“hay miradas que matan”) llegara a tener un significado tan literal?

Aquel verano fue la prueba definitiva.

Esos primeros paseos primaverales por la ciudad en los que las mangas se acortaban no fueron más que ensayos generales en los que apenas llegué a experimentar la extrema crudeza de la realidad que me tocaba afrontar.

Fue durante los meses estivales cuando la ausencia de tejidos que cubrieran aquellas desagradables cicatrices me dejaron al descubierto. Al desnudo. Sin posibilidad de ocultar eso en lo que me había convertido.

Me había preparado concienzudamente. No fueron pocas las sesiones de psicoterapia con el doctor Pedralbez; sin embargo, a veces, ni en tus peores pesadillas aparece la perversidad de la realidad tan virulenta. La puta realidad. Aquella que había decidido echarme un pulso, poner mi vida patas arriba, vapulearme, destrozarme...

Por más que me hubiera aprendido mil recursos para afrontarlas…

Por más que conociera la teoría y pudiera estar convencido de la importancia de la actitud…

Por más que hubiera ensayado un sinfín de formas de controlar las emociones negativas…

Fracasé.

No pude.

Me superaron.

Me destrozaron.

No tuve la fuerza necesaria para ignorar tantas miradas.

Las primeras que percibí fueron de extrañeza. Observadores que, pareciendo que no se inmutaban, fruncían el seño e intentaban mejorar el enfoque para cerciorarse de lo que estaban viendo, para asegurarse de que aquella monstruosidad no fuera una ilusión o una proyección de la peor película de terror que hubieran visto o imaginado.

Muy pronto vinieron las de pena. Totalmente demoledoras. A pesar de haberme preparado para asimilar la compasión (cómo odiaba aquel sentimiento que me reducía a un pobre enfermo al que proteger) que podía despertar, sentirlo de aquella manera tan intensa en un encuentro frente a frente en un paseo, en la playa o en un pasillo del supermercado... me destrozaba. Incluso podía oír los pensamientos de quienes me habían mirado, cómo se refugiaban en su mundo interior para reflexionar sobre los duros golpes que la vida puede asestar y cómo pedían a sus dioses la protección ante tamañas desgracias.

El asco. Ay, el asco, tan visible en esos rostros menos avezados en el arte del disimulo, en la difícil tarea de ocultar las emociones. Sin duda eran las más crueles, pero las que menos daño me hacían.

Sí, definitivamente prefería dar asco a infundir tristeza.

Las de miedo podían provocarme incluso risa. Para ello me había entrenado y aquí sí parecía haber dado algún resultado tanta terapia. La escasa ternura que aún quedaba en mí dejaba a los niños fuera de mi ira y mi dolor. Al fin y al cabo, a ellos no se les podía exigir o presuponer el control que yo tanto echaba de menos en los adultos.

Tras varias jornadas sobrellevando el haberme convertido en objeto de todas las miradas en esa pequeña localidad costera donde casi nunca pasaba nada, aquel día algo cambió. Aquella chica joven giró la cabeza nada más verme, como si en su alegría veraniega, su jocosidad, la tranquilidad de sus paseos... no hubiera cabida ni siquiera para la desgracia ajena.

Y en aquel momento, en un instante, todo lo trabajado durante los largos meses de invierno se desvaneció. En un instante se vinieron abajo todos los muros y corazas con los que había intentado protegerme y me quedé indefenso ante aquellos transeúntes que sonreían, cantaban, paseaban de la mano y saboreaban apetitosos helados; ante todos aquellos paseantes y sus miradas hirientes que iban asestándome puñaladas conforme pasaba por sus lados.

Y comenzó aquella punzada en el pecho. Muy fuerte. Me asusté. Llegué a pensar que el corazón, desbordado de tanto sufrimiento casi agónico acumulado durante meses, había decidido abandonar la lucha.

Empecé a correr, pero no iba hacia el ambulatorio, ni hacia casa, ni buscaba un teléfono desde el que poder hacer una llamada de socorro. Solo corría. Sin rumbo. Sin detenerme. Sin alivio.

Nadie intentó parar a aquel ser enfermo, a aquel trozo de carne deformada que corría como un animal herido huyendo de su propia existencia. Nadie interrumpó su efímera felicidad de verano para transformar la curiosidad morbosa en un gesto de preocupación sincera. Nadie me tendió una mano ni me miró con afecto. Nadie trató de parar aquella hemorragia interna que entre todos habían provocado.

Rendido, exhausto, sin fuerzas, caí al suelo golpeándome la cabeza justo con un espejo situado en el escaparate de un comercio; un espejo que, nada más recuperar la conciencia, me devolvió sin piedad aquella imagen de la que llevaba meses tratando de huir. Y allí, como la examinadora más severa, como una jueza impía, estaba aquella mirada, la única responsable de otorgar valor a lo que veía, incluso al resto de miradas. Ante la cercanía de la muerte, por primera vez fui consciente de que era ella, con su desprecio, con su asco, con su miedo y su temor quien recibía, de forma correspondida, las mismas energías que emitía.

Y allí, cuando había estado a punto de perderlo todo por haber cedido al dolor, cuando mi corazón me había amenazado con dejar de latir, comprendí con una nitidez inusual qué sería lo único que podría salvarme de aquel infierno en que yo mismo me había hundido: mi propia mirada.

Foto de Pixabay, de leandrodecarvalhophoto.