Frases célebres

martes, 4 de octubre de 2016

Prefacio de "Contra el cielo", de Salvador Robles Miras


¡Hola! Vuelvo a pasarme por este abandonado blog solo para compartir con vosotros el prefacio que tuve el honor de escribir para una novela muy muy especial para mí, Contra el cielo, de un gran autor y mejor persona, Salvador Robles. Salvador estará el próximo lunes 17 de octubre en Sevilla (aquí podéis ampliar la info sobre el acto) y me encantaría que, si podéis, vengáis a conocerlo. 


Escribir este prefacio ha supuesto un reto complicado para mí. ¿Cómo estar a la altura de la grandeza de esta obra? ¿Cómo conseguir transmitir lo que su lectura supuso en mi vida?

Contra el cielo es una novela magistral en la que Salvador Robles disecciona con habilidad el alma humana y nos empuja a asomarnos a sus profundidades, a penetrar en la esencia del sufrimiento, a empatizar con el terrible desconsuelo de un padre que pierde a su hija en una explosión de un coche en Villa del Norte y que bien podría encarnar la aflicción de cualquier padre o madre del mundo en unas circunstancias similares. Es una obra que nos despierta y desasosiega planteándonos reflexiones trascendentes sobre la sinrazón del extremismo ideológico y el terrorismo que juegan con la vida dejando tras de sí un horrible halo de muerte y dolor. Es una historia que llega muy adentro del lector, que roza su conciencia, sus entrañas, una novela que en algunas de sus partes duele y provoca más de un suspiro auténtico, que deja poso y se queda anclada en nuestros recuerdos.

Pero no quisiera dar una falsa imagen del cariz de Contra el cielo, pues lejos de ser una lectura negativa, a pesar de las circunstancias trágicas que viven sus protagonistas, Salvador ha conseguido introducir un mensaje nítido de optimismo, una luz refulgente, abordando de una manera ejemplar algunos temas fundamentales: el amor, protagonista absoluto, ese sentimiento único que cimenta la vida, que aporta las bases necesarias para no tambalearnos, que siembra esperanza donde todo podría darse por perdido… (Sin amor no se puede vivir, Rubén); la lucha por el honor, una batalla extrema que enfrenta al protagonista, a ese padre en el que podemos ver a todos los padres del mundo azotados por la crueldad de un dolor tan injusto como infinito, a defender con coraje la verdad, la verdad de Ainara; la esperanza, tan útil, tan necesaria, tan valiosa...; la degradación moral de la sociedad (pero ¿desde cuándo las personas decentes tienen que demostrar que no son indecentes?); la paz, tan vapuleadada y maltratada como ansiada... Y, cómo no, porque esa es la impronta de Salvador Robles, en mi opinión, su huella más profunda, es esta una novela de valores, de los más valiosos, de los más nobles, de los que dignifican al ser humano y convierten a quienes los defienden y representan en héroes admirables.

Requiere una mención especial el estilo literario del autor, sencillo, limpio, depurado, sin excesivas florituras, que en numerosos pasajes de esta novela, muchos de ellos auténticas radiografías del sufrimiento, llega a fundir la prosa con la poesía en descripciones de gran intensidad que llevarán al lector a reducir el ritmo de lectura, o incluso a detenerla, para ser más consciente de lo que Salvador le presenta, para mirar en su interior, para reflexionar, para, al fin y al cabo, parafraseando a Kafka, experimentar la ruptura de ese mar helado que todos llevamos dentro. Ha escrito Salvador una obra para degustar con calma, leer, releer, subrayar…, para encontrar en cada personaje que aparece, en cada diálogo, en cada pensamiento entrecomillado una reflexión certera y de enorme calado sobre la naturaleza humana.

Decía Carl Sagan que «un libro es la prueba de que los seres humanos son capaces de hacer magia». Bendita magia la que hacen autores como Salvador Robles que, sin que necesitemos movernos del lugar de la lectura, consiguen que conozcamos múltiples dimensiones del ser humano y con ello se derrumben barreras de nuestra mente, prejuicios, se amplíen nuestros horizontes y nos hagamos más sabios, más libres, más auténticos; en definitiva, mejores. Gracias, Salvador, por aportarnos tanto con la riqueza de tu literatura.


Si Sevilla no te viene bien, habrá también presentaciones en Bilbao, Valencia y Pamplona. Más información en el perfil de Facebook del autor o en el de la editorial, mundopalabras.es. ¡Gracias por el interés y por ayudar con la difusión! 

sábado, 3 de septiembre de 2016

“Marafariña”, de Miriam Beizana


Hacía casi una eternidad que no me animaba a publicar nada en este blog. Sin embargo, me he decidido a utilizarlo (mientras concluyo el trabajo en mi nueva página de autora) porque me apetece un montón compartir con quien le interese mi opinión sobre algunas lecturas veraniegas que he disfrutado y que, sin duda, recomiendo.

Ando robándole horas al descanso y el sueño para poder mantener algunas de mis aficiones, así que ruego que seáis indulgentes conmigo si la redacción de esta entrada no es la más correcta. Quedaos con el fondo, que no es más que la intención de aportar mi granito de arena en la difusión del libro que me ha impactado con mayor profundidad de los leídos en las últimas semanas: Marafariña, de Miriam Beizana.

Por puro azar, en uno de mis paseos por la red me encontré con la sinopsis de esta obra y algo en ella me sedujo con intensidad (¡qué importante son las sinopsis!; como para infravalorar su poder), probablemente porque lo que intuía en el fondo de esta novela se parecía bastante al tema que yo estoy tratando en una de las obras que estoy escribiendo. La comparto a continuación:

Ruth siente un vínculo especial, esotérico, con Marafariña. Su propio corazón, su latido, es inherente al propio pulso de una Marafariña que la ha acompañado siempre, en cualquier faceta de su vida. Apenas ha necesitado nada más para sobreponerse a su compleja situación personal: toda su existencia está sometida a unas poderosas y restrictivas creencias impuestas por sus padres, a raíz del fallecimiento de su hermano mayor. Enfrascada en una vorágine de obligaciones, siguiendo el camino estipulado sin replantearse ninguna de sus pautas, sobrevive enfriando sus sentimientos y anulado sus deseos o su curiosidad.

Sin embargo, la llegada de Olga a la solitaria aldea parece desbarajustar el equilibro y la paz de Marafariña y de la propia Ruth, como si repentinamente, la inmutabilidad de la Naturaleza del lugar y de la muchacha se resquebrajasen como las otoñales hojas secas. A partir de entonces, el virginal bosque de emociones en el que vivía Ruth, se ve surcado por millones de nuevos caminos, nuevas posibilidades y nuevos sentimientos, que le provocan un doloroso, a la par que hermoso, despertar personal.


Desde la primera página, Marafariña me llegó de una manera muy especial. En su inicio cuenta Miriam que es una obra autobiográfica y que había pensado en pedir perdón por lo que cuenta, pero que finalmente había decidido que no. No me hizo falta más para sumergirme con la máxima atención en esta novela y reconocer muy pronto que estaba ante una gran autora, en mi opinión, con un gran talento para tener en cuenta.

La prosa de Miriam me ha gustado mucho, su fuerza expresiva, la poesía que emerge de algunos párrafos bellísimos, la intensidad narrativa que consigue en muchos fragmentos, sus nítidas descripciones… Pero lo que más me ha impresionado, uno de los logros que más valoro yo en un autor, es su capacidad para sumergirse en las entrañas del ser humano (para ello hay que tener mucho mundo interior), diseccionarlo y sacar a la luz las emociones, sentimientos, inquietudes, dudas, sueños… de sus personajes. Y Miriam lo hace en esta obra prodigiosamente bien, hasta el punto de que algunas partes de la novela se hacen duras de procesar, como si de un espejo se tratara te impulsan a mirar dentro de ti y obligan a distanciarse un poco de sus páginas y tomar aliento para continuar...

Marafariña me ha ayudado también a conocer más sobre los Testigos de Jehová (siendo para mí muy destacables las reflexiones de Miriam sobre la religión y Dios) y me ha hecho disfrutar y hasta estremecerme siendo testigo de una historia de amor preciosa, pura, sublime, transformadora, perfectamente narrada. Una historia en la que Ruth y Olga nos enseñan una gran lección sobre el amor más auténtico y cómo este nos impulsa para encontrar lo mejor de nosotros mismos, para vivir en excelencia y liberarnos lejos de creencias limitadoras que convierten al ser humano en seres aborregados. 

Merecen una mención especial también las descripciones en las que las protagonistas se funden con la naturaleza y consiguen llevarnos de la mano a los lectores, que nos sentiremos con facilidad abrazados por la sensibilidad y la intensidad de las páginas.

Tengo la impresión de quedarme corta con esta “reseña” porque ha sido mucho y muy bueno lo que he sentido leyendo Marafariña (como si compartiera con la autora el mismo tipo de mirada sobre diversas realidades) y son muchas y muy importantes las reflexiones depositadas en ella. Sin embargo, prefiero que si consigo despertar un poco tu curiosidad y te apetece sumergirte en una obra fuerte, intensa, que no deja indiferente, que (parafraseando a Kafka) actúa como ese  hacha que quiebra un mar helado que llevamos dentro, que conseguirá que mires en tu interior y reflexiones sobre algunas de tus creencias... le des una oportunidad a esta obra de Miriam Beizana, que es autoeditada (bendita la autoedición que ha eliminado tantas barreras y filtros entre autor/lector), puedes comprar en Amazon por solo 0,99 € y te aseguro que supera en calidad a muchos premios literarios de importancia en nuestro país y a mogollón de títulos que ocupan las mesas de novedades de las librerías.

Yo siempre digo que hay que darle una oportunidad a los autores independientes y las letras de Miriam lo merecen. Auguro un futuro prometedor a esta joven autora gallega,  ojalá sea así, talento y bagaje existencial no le faltan. Gracias, Miriam, por aportar tanto. Te seguiré leyendo. De hecho estoy deseando hacerle un hueco a tu novela Todas las horas mueren.


miércoles, 31 de agosto de 2016

El verano que decidí no morir



¿Quién me iba a decir, hacía unos años, que esta estación del año de la que siempre gozaba tanto se convertiría en una enemiga cruel y asesina?

¿Cómo podía imaginar que ese refrán que yo repetía con frecuencia (“hay miradas que matan”) llegara a tener un significado tan literal?

Aquel verano fue la prueba definitiva.

Esos primeros paseos primaverales por la ciudad en los que las mangas se acortaban no fueron más que ensayos generales en los que apenas llegué a experimentar la extrema crudeza de la realidad que me tocaba afrontar.

Fue durante los meses estivales cuando la ausencia de tejidos que cubrieran aquellas desagradables cicatrices me dejaron al descubierto. Al desnudo. Sin posibilidad de ocultar eso en lo que me había convertido.

Me había preparado concienzudamente. No fueron pocas las sesiones de psicoterapia con el doctor Pedralbez; sin embargo, a veces, ni en tus peores pesadillas aparece la perversidad de la realidad tan virulenta. La puta realidad. Aquella que había decidido echarme un pulso, poner mi vida patas arriba, vapulearme, destrozarme...

Por más que me hubiera aprendido mil recursos para afrontarlas…

Por más que conociera la teoría y pudiera estar convencido de la importancia de la actitud…

Por más que hubiera ensayado un sinfín de formas de controlar las emociones negativas…

Fracasé.

No pude.

Me superaron.

Me destrozaron.

No tuve la fuerza necesaria para ignorar tantas miradas.

Las primeras que percibí fueron de extrañeza. Observadores que, pareciendo que no se inmutaban, fruncían el seño e intentaban mejorar el enfoque para cerciorarse de lo que estaban viendo, para asegurarse de que aquella monstruosidad no fuera una ilusión o una proyección de la peor película de terror que hubieran visto o imaginado.

Muy pronto vinieron las de pena. Totalmente demoledoras. A pesar de haberme preparado para asimilar la compasión (cómo odiaba aquel sentimiento que me reducía a un pobre enfermo al que proteger) que podía despertar, sentirlo de aquella manera tan intensa en un encuentro frente a frente en un paseo, en la playa o en un pasillo del supermercado... me destrozaba. Incluso podía oír los pensamientos de quienes me habían mirado, cómo se refugiaban en su mundo interior para reflexionar sobre los duros golpes que la vida puede asestar y cómo pedían a sus dioses la protección ante tamañas desgracias.

El asco. Ay, el asco, tan visible en esos rostros menos avezados en el arte del disimulo, en la difícil tarea de ocultar las emociones. Sin duda eran las más crueles, pero las que menos daño me hacían.

Sí, definitivamente prefería dar asco a infundir tristeza.

Las de miedo podían provocarme incluso risa. Para ello me había entrenado y aquí sí parecía haber dado algún resultado tanta terapia. La escasa ternura que aún quedaba en mí dejaba a los niños fuera de mi ira y mi dolor. Al fin y al cabo, a ellos no se les podía exigir o presuponer el control que yo tanto echaba de menos en los adultos.

Tras varias jornadas sobrellevando el haberme convertido en objeto de todas las miradas en esa pequeña localidad costera donde casi nunca pasaba nada, aquel día algo cambió. Aquella chica joven giró la cabeza nada más verme, como si en su alegría veraniega, su jocosidad, la tranquilidad de sus paseos... no hubiera cabida ni siquiera para la desgracia ajena.

Y en aquel momento, en un instante, todo lo trabajado durante los largos meses de invierno se desvaneció. En un instante se vinieron abajo todos los muros y corazas con los que había intentado protegerme y me quedé indefenso ante aquellos transeúntes que sonreían, cantaban, paseaban de la mano y saboreaban apetitosos helados; ante todos aquellos paseantes y sus miradas hirientes que iban asestándome puñaladas conforme pasaba por sus lados.

Y comenzó aquella punzada en el pecho. Muy fuerte. Me asusté. Llegué a pensar que el corazón, desbordado de tanto sufrimiento casi agónico acumulado durante meses, había decidido abandonar la lucha.

Empecé a correr, pero no iba hacia el ambulatorio, ni hacia casa, ni buscaba un teléfono desde el que poder hacer una llamada de socorro. Solo corría. Sin rumbo. Sin detenerme. Sin alivio.

Nadie intentó parar a aquel ser enfermo, a aquel trozo de carne deformada que corría como un animal herido huyendo de su propia existencia. Nadie interrumpó su efímera felicidad de verano para transformar la curiosidad morbosa en un gesto de preocupación sincera. Nadie me tendió una mano ni me miró con afecto. Nadie trató de parar aquella hemorragia interna que entre todos habían provocado.

Rendido, exhausto, sin fuerzas, caí al suelo golpeándome la cabeza justo con un espejo situado en el escaparate de un comercio; un espejo que, nada más recuperar la conciencia, me devolvió sin piedad aquella imagen de la que llevaba meses tratando de huir. Y allí, como la examinadora más severa, como una jueza impía, estaba aquella mirada, la única responsable de otorgar valor a lo que veía, incluso al resto de miradas. Ante la cercanía de la muerte, por primera vez fui consciente de que era ella, con su desprecio, con su asco, con su miedo y su temor quien recibía, de forma correspondida, las mismas energías que emitía.

Y allí, cuando había estado a punto de perderlo todo por haber cedido al dolor, cuando mi corazón me había amenazado con dejar de latir, comprendí con una nitidez inusual qué sería lo único que podría salvarme de aquel infierno en que yo mismo me había hundido: mi propia mirada.

Foto de Pixabay, de leandrodecarvalhophoto.