Voy a comenzar esta serie de entradas tratando de expresar, con la intensidad y matices que me sea posible, qué ha supuesto y supone para mí la escritura y por qué creo en su eficacia como terapia. Para ello he tenido que superar el miedo y las reservas que me impiden desvelar hasta los aspectos más livianos de mi intimidad, pero en esta ocasión ¡creo que el objetivo merece la pena!
Desde muy pequeña encontré en la escritura un entretenimiento, tendría apenas nueve años cuando creé mi primera “novela”, El fantasma del castillo de Flaherty, inspirada en mis libros preferidos, de la colección Los cinco.
Más tarde llegó la adolescencia y la agitación propia de esa etapa siempre encontraba en hojas de papel, fuera cual fuera su formato, el lugar donde recoger las emociones desbordadas que no cabían en el pecho, tan inmaduro aún. Fueron muchos los diarios, los papeles en sucio, ¡hasta las servilletas!, que rellené por entonces tratando de entender qué me sucedía, intentando conocerme, desahogando los intensos arrebatos emocionales, buscando la razón de ese profundo descontento, confesando sentimientos secretos... Puede parecer exagerado, pero hoy sé que no sería la adulta que soy si no hubiera convertido a la escritura en mi mejor aliada durante aquella convulsa época.
Fui creciendo y llegó la madurez, el trabajo, los viajes... Nunca me faltó un cuaderno en un trayecto en un tren, en un avión, apretando fuertemente mis manos para calmarme cuando no había nadie cercano que aplacara los temores, ante las nuevas vivencias, los retos... Poco a poco las palabras fueron convirtiéndose también en la forma en la que me ganaba la vida y hacia ellas fui orientando mi carrera.
En una época más serena, con menos que desahogar pero más decisiones que tomar, la escritura fue el mejor medio para ordenar mis pensamientos, cristalizar mis deseos, decidir mis objetivos, organizar mis acciones, en definitiva, ponerle fecha a mis sueños...
Y muchos años después volvió la creatividad de la niñez y comencé a jugar con las palabras, inventando mundos imaginarios donde a veces me refugiaba, fotografiando almas, recogiendo experiencias, denunciando injusticias...
¡Benditas palabras! Basta repasar aquellas destacadas en negrita para extraer una síntesis de cuáles son las múltiples aplicaciones que le encuentro a la escritura. ¿Entonces, por qué no defender las posibilidades terapeúticas de algo que a mí me ha concecido tan valiosísimos beneficios?
Pero claro, habrá quien esté pensando que no se puede defender un tema así guiándose por una experiencia personal. ¡Por supuesto que no! Nada más lejos de mi intención, por eso a partir de ahora voy a hacer una introducción teórica, un resumen de la opinión de muchos profesionales que han puesto de manifiesto la importancia de la palabra y sus diversas indicaciones para aumentar el beneficio físico y mental. Si te interesa el tema, sigue leyendo “La escritura como terapia (II)”. Y no olvides que ¡esta página se alimenta de tus comentarios! ¡Gracias por leerme!
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