martes, 25 de enero de 2011
El hechizo de la palabra
Cuenta una vieja leyenda mitológica, que en el principio de los tiempos, los dioses estaban observando al hombre y advirtieron que el hombre estaba lleno de cosas buenas: poder para pensar y comprender la realidad de forma racional, posibilidad de amar y experimentar emociones y sentimientos, capacidad de espiritualidad que le permitía reconocer su parte de divinidad, etc. Pero observando y observando, se dieron cuenta que todo esto maravilloso que admiraban en el hombre se encontraba en su interior, en lo más profundo, y era difícil que lo compartieran con quienes convivían. Entonces los dioses se pusieron a experimentar, un poco de aquí, un poco de allá, y recurriendo a sus fórmulas mágicas y poderes divinos descubrieron un conjuro mágico, un hechizo que permitiría a los hombres sacar al exterior todo lo que eran: el hechizo de la palabra.
De este modo, la palabra adquirió poder para determinar la realidad y recibió también un poder de comunicación infinito: comunicación de sentimientos, de conocimiento, de emociones… y así la palabra fue capaz de expresar desde el odio más acérrimo hasta el amor más absoluto, de la simpatía más afable al rencor más despreciable..., ayudando al hombre a desahogar su sufrimiento. Y la palabra permitió a los hombres expresarse, vivir en grupo e instaurar los principios de una sociedad. Y más tarde descubrieron la palabra escrita, y con el paso de los siglos y los avances experimentados, se consiguieron métodos maravillosos para la difusión, y entonces la palabra adquirió también el poder de transformar la cultura. Y aparecieron unos objetos, llenos de palabras, que permitieron al hombre descubrir mundos que nunca hubiera conocido de otro modo y refugiarse en la fantasía y la imaginación de una realidad que no era la suya, y fue así como los libros permitieron al hombre llegar a fuentes de conocimiento que, gracias a la magia de la palabra, se habían conservado desde el principio de los tiempos.
Y la palabra transformó el amor y la amistad, porque el amor necesita a la palabra, y así los enamorados se hechizaron por esta y empezaron a necesitar continuamente oír un "te quiero". Y se refugiaron en las cartas y las largas horas de conversación y muchos en poemas que, aunque a veces torpes desde su percepción literaria, resumían sentimientos maravillosos.
Pero el hechizo de la palabra no podía ser perfecto en sí mismo, y los dioses dejaron a la elección del hombre la forma de utilización. Y hubo quien permitió que los sentimientos negativos la secuestraran, lanzando con ellas puñales de odio, armas peligrosas que hacían heridas incurables. Y hubo quien aprendió el arte de la manipulación a través de la palabra, y creaban realidades falsas que intentaban hacer creer a los demás, distorsionando percepciones y dañando corazones.
Y la palabra, que había sido dotada con una fuerza irresistible para transmitir ideales, fue usada por muchos humanistas, predicadores y profetas, que difundieron valores llenos de amor, paz y esperanza. Pero llegaron los políticos corruptos y los gobernantes tiranos y utilizaron la palabra para sembrar en masas ingentes de población ideales perniciosos que impulsaban a guerras absurdas, matanzas atroces y actos de terrorismo que repartían sangre y muerte sin discriminación.
Esta historia sobre el hechizo de la palabra, me la regaló mi fiel amigo y compañero, Javier, en el verano del 86. Él insistió en que se tropezó con un papel en la que estaba escrita, un día que venía de jugar al baloncesto y que desde entonces no pudo dejar de amar la palabra. Decía que la historia parecía contener un hechizo capaz de transformar a quien la leía. Yo nunca me lo creí, pero la verdad es que Javier se hizo periodista, preside una asociación para la ética en el periodismo y triunfó como escritor con varios bestsellers traducidos en diferentes idiomas, muchos de ellos relacionados con temas de “comunicación y poder”. Él verdaderamente amaba la palabra.
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